Oid la voz de Mariúpol es una serie de historias de personas que consiguieron salir de la ciudad sitiada. Empezamos con un fragmento de una conversación telefónica con Masha, una residente local, que fue evacuada con su familia el 16 de marzo.
Masha lleva viviendo en Mariúpol toda su vida. Sus ventanas dan al hospital de maternidad, que sufrió por los ataques aéreos de los ocupantes rusos el 9 de marzo. Masha y su esposo Slava tienen 3 hijos y un perro. Durante el sitio de Mariúpol, su familia, junto con otros 40 residentes de la casa, pasaron la mayor parte del tiempo en un refugio, escondiéndose de los bombardeos. Al mismo tiempo, la ciudad fue cortada de gas y electricidad. También faltaba agua potable y alimentación. El 16 de marzo lograron salir de la ciudad en el coche de un vecino hacia Yalta, un pueblo ubicado a 33 km de Mariúpol.
“Primero cortaron el agua, después la electricidad, luego el gas. El primer día sin gas, la gente todavía estaba llena de entusiasmo. Todos salieron al patio a asar patatas. Esto se parecía a las fiestas de mayo. Todavía no había ansiedad, porque no había bombardeos.
Nuestro patio es pequeño. Hay solo cuatro portales, por eso todos se conocen. Algunos ya vivían en el sótano, otros, en las plantas bajas, algunos acababan de mudarse con sus familiares. Todos llegaron a conocerse otra vez, pero para ser honesta, no hubo tiempo suficiente para recordar nombres.
Vivimos en la quinta planta. Tenía miedo de quedarme allí con los niños, así que decidimos bajar a la segunda y vivir con nuestra vecina. Desde la primera noche íbamos a menudo al refugio. Mi esposo Slava, instaló la luz y el agua ahí. Los vecinos trajeron un colchón. Y poco a poco empezamos a traer cosas. Y cuando se realizó un ataque aéreo al hospital de maternidad, bajamos dos colchones infantiles y comenzamos a quedarnos ahí todas las noches.
En el refugio todos teníamos linternas y velas. Cada uno se distraía lo mejor que podía. Jugábamos a las cartas, a las damas, leíamos libros con los niños. Yo me llevé un libro de Harry Potter que leímos con una linterna. Nos apoyábamos mutuamente. En el refugio éramos alrededor de 40 personas.
Cada nuestro día empezaba en la cocina. Los hombres salían sobre las 7 de la mañana para hacer una fogata cerca del portal. Usábamos las parrillas del horno y también las sartenes y cacerolas. Todo se volvio negro. Cocinábamos todo a fuego. Cogíamos agua cerca del sistema de suministro de agua. Al principio allí la embotellaban, tanto la técnica como la potable. La leña la cogíamos donde podíamos conseguirla. Cerca de nosotros había una construcción: reconstruían el Ayuntamiento quemado para abrirlo en septiembre. Por allí quedaron muchos palets. La gente sacaba sus muebles viejos, los rompía y traía ramas.
Cuando comenzó el saqueo, los ciudadanos sacaron todo de la tienda “Vaniuskiny Sladosti” cerca de nuestra casa. Se llevaron todas las galletas, nosotros también nos alimentamos con esas galletas. Slava entró a la farmacia, sacaron todo de las farmacias. De hecho, todo lo que consiguió coger fueron vitaminas. Nos las comimos porque no quedaba nada más.
El día del ataque aéreo al hospital, estábamos en la cocina. La vecina Vika trajo una tetera de la calle, decidimos tomar el té. Cuando se produjo el ataque, yo estaba de pie en la cocina. Yarik y Vladik (los hijos de Masha) estaban sentados en el sofá con Vika. Lo único que vi con mi visión periférica fue un flash. Solo tuve tiempo para gritar “¡Al suelo!”, pero nadie tuvo tiempo. Simplemente fuimos arrastrados por la ola explosiva.
Los cristales salieron volando hacia fuera porque habíamos sellado bien las ventanas. Por lo tanto no había ningún fragmento dentro. Nos caímos al suelo: mi hijo de 9 meses, por encima Yarik, luego mi vecina y yo. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que eso fuera un ataque aéreo. Pensé que eran los BM-21 (“Grad”), que cayeron cerca. Decidí correr al refugio que tengo en casa, una pequeña despensa cerca del muro de carga.
Los niños estaban preparados mucho antes, porque en cuanto se supo que estaban arrastrando a las fuerzas armadas a la frontera, comencé a enseñarles. Ya que por la experiencia del 2014, sé lo que hay que hacer: caerse, cubrirse la cabeza con las manos y abrir la boca para no contusionar. Los niños lo saben: se caen inmediatamente y se cubren la cabeza con las manos.
Zhenia fue el primero en entrar corriendo a la despensa desde la otra habitación. Yarik entró tras él. Cogí a mi hijo menor en brazos, y mi error consistió en levantarme. Y cuando fue la segunda “caída”, una ola explosiva me lanzó hacia la pared. Me raspe los brazos, el niño se golpeó la cabeza, pero no fue fuerte porque la pared era de yeso, entonces mi brazo resonó más. Con las piernas aflojadas fui corriendo a la despensa y me acosté sobre los niños con todo el cuerpo. Me quedé así, probablemente, unos veinte minutos, hasta que todo se calmó.
Cuando vienen “caídas”, suceden una tras otra, es decir, el intervalo entre ellas no es grande. Si son cohetes del sistema múltiple de lanzamiento “Grad”, el sonido es similar al de guisantes cayendo: pam-pam-pam-pam-pam, es decir, con algún intervalo. Y si es un ataque aéreo, pues se oye un silbido. Pero esta vez no hubo silbidos.
Después de que las ventanas del apartamento de la vecina salieran volando, la temperatura del aire ahí se volvió tan baja, como en la calle. Así que empezamos a vivir en el sótano. Allí la temperatura era entre los 9°C y los 12°C. El máximo era de 12,9 °C, porque había mucha gente, ellos respiraban, cerraban las puertas por la noche (las que están entre refugios). Para calentarnos, nos vestíamos con ropa de abrigo y en los colchones poniamos botellas con agua caliente.
Dormíamos entre bombardeo y bombardeo. Tan solo con tener la oportunidad, en seguida me iba a dormir. Era muy importante dormir para mí, porque estoy amamantando a mi hijo menor. Durante el sueño la leche se acumula más. Yo me entretenía ahí, me tranquilizaba, lo mejor que podía. Daba mucho miedo cuando disparaban en algún lugar cercano.
Solo los pensamientos sobre mis hijos me mantuvieron de pie en estos días. Pensaba en cómo en el futuro montar mi vida de tal forma, para que esto nunca les volviera a pasar. Hubo un período en el que me culpaba, de no haberme ido el 24 de febrero (el comienzo de la guerra a gran escala de la Federación Rusa), al menos a Dnipro, de que tuve miedo. Tuve la oportunidad. Pero hasta el último momento, como todos a mi alrededor, no creí que habría tal masacre. Nadie ni siquiera podía imaginarlo. Pensé que sería como en 2014. Pensé que era cuestión de unos días. Y qué habrán algunos acuerdos, que se cumplirán, que el conflicto bélico se resolverá de alguna manera. Pero esto ya es un genocidio a gran escala. No puedo llamarlo de otra manera.
Salimos de la ciudad después de una noche muy ruidosa. Entonces todo temblaba. Parecía “caer” cada 2 minutos. Una hora de silencio y empezaba otro bombardeo. Dos horas de silencio — y otra vez. Duermes y no sabes lo que te espera después. Las paredes tiemblan, el polvo cae sobre tu cabeza. Los niños están todos sucios. Nos amontonamos en el coche de un vecino a las 10 de la mañana: nueve personas, un perro y una gata. Condujimos durante aproximadamente una hora. Nadie nos disparó. La calle en la que vivimos estaba bloqueada por los militares ucranianos. A 20 km de Mariúpol, en la entrada al pueblo de Mangush, había un puesto de control improvisado con militares ucraniabnos. Ellos, con ametralladoras, nos hicieron un gesto, como diciendo – pasad.
Hubo muchas preguntas de los niños: “Mamá, y por qué es así, y por qué disparan, qué es lo que no han compartido, y cuándo terminará…”. Lo confieso, no tengo respuestas a muchas de estas preguntas.
Acostada en el refugio, repetidamente me imaginaba como después de un tiempo regreso a casa. Pensaba en lo que siento: impotencia, ganas de llorar, observar alejada. No sé cuánto tiempo se necesitará para restaurar todo esto. Ni un año, ni dos. Ahora es difícil predecir algo. Pero están mis niños. Los niños y yo somos la prioridad principal.
Tengo miedo de ir a Zaporiyia después de que hubo información de que fusilaron una columna, que se metió bajo los “Grades”. Pero si no lo intentas, no lo sabrás. Si hay al menos una oportunidad de irse, hay que aprovecharla. Porque las cosas son solo cosas y un apartamento solo es un apartamento. Y vida hay una. Y cómo la vivamos depende solo de nosotros”.
En el momento de grabar esta conversación, Masha y Slava estaban buscando transporte para salir a Zaporiyia. Finalmente, lo consiguieron. Después de una parada breve, se pusieron en marcha de nuevo. Ahora Masha junto a su familia se dirige al oeste de Ucrania.